Return to Monkey Island (Terrible Toybox, 2022)

A bordo de la nostalgia

La aventura imposible

Si había una aventura gráfica deseada por el público, esa era una nueva entrega de Monkey Island con Ron Gilbert a la cabeza. El propio Gilbert se ocupó de cebarla cada vez que tuvo ocasión en estos últimos treinta años. Es una saga que conectó mucho con la gente y, además, parecía algo irrealizable. Se dieron por sorpresa las condiciones y aquí la tenemos.

Ron Gilbert y Dave Grossman (falta Tim Schafer del trío original) iban a regresar a Monkey Island tras seis lustros sin demasiado a lo que agarrarse, porque en realidad el creador de la saga no tenía nada pensado para esta entrega. Por supuesto, también debían inventar algo para el verdadero secreto de Monkey Island que tampoco había existido nunca, a pesar de que Gilbert lo convirtió en un MacGuffin, pero no de la saga, sino de su carrera, como forma de mantenerse en el candelero durante todos estos años. Los aficionados no habían dejado de imaginar esa continuación, que invariablemente tendría un arte de 1992, interfaz caduca y que revelaría al fin el gran secreto. Expectativas por las nubes, toneladas de nostalgia y el reto de continuar en la cincuentena algo que habían escrito cuando estaban en la veintena. No iba a ser fácil.

La nostalgia manda

Aunque Gilbert y Grossman aseguraban que esta entrega miraría hacia adelante, la aventura revela una realidad bien distinta. Y no es que la hayan hecho tal cual hubiera sido en los noventa, sino que está creada echando la mirada hacia atrás, hacia los niños que jugaron a Monkey Island en su día (incluso hacia la versión más joven de los propios creadores). De la misma forma que pasa cuando rememoramos nuestra infancia (en caso de que esta no fuese especialmente traumática), le han dado al juego, de forma consciente, un tono un poco más infantil y un bastante más edulcorado que a las entregas originales: los malos son ahora algo así como compañeros de infancia un poco traviesos.

Repiten la fórmula de Monkey Island 2: Guybrush narra desde el presente una de sus aventuras, aunque esta vez, en lugar de a Elaine, se la cuenta a un niño para cerrar el círculo, como si estuviésemos jugando la aventura para nuestro yo de la infancia que descubrió Monkey Island. Si no habíamos vivido eso, o incluso si no hemos jugado a las aventuras anteriores, la nostalgia que cubre la entrega de principio a fin también queda patente.

Ayudas no integradas

Además de la nostalgia, el otro pilar sobre el que se yergue la aventura es la accesibilidad. Gilbert y Grossman ponen empeño en tutelarnos, en minimizar la frustración. Para ello echan mano tanto de recursos internos como de todas las ayudas externas habidas y por haber: lista de tareas, botón que revela los puntos calientes y sistema de pistas.

Los medios narrativos evolucionan hacia una mayor sofisticación y autosuficiencia, como le sucedió al cine, que fue prescindiendo del intertítulo para contarlo todo a través de la imagen en movimiento y las actuaciones ganaron en contención y naturalidad. En el caso de la aventura gráfica, esa evolución debería ir hacia una integración más natural del conflicto (el puzle) y la minimización de elementos externos que dificulten que nos sumerjamos en la narración: interfaces sencillas y autoexplicadas, eliminación de distracciones e inclusión de guías invisibles, que nos ayuden cuando estamos perdidos desde dentro de la propia fantasía, sin que se produzca ninguna ruptura. Lo contrario a lo que hicieron en esta Return to Monkey Island con la colección de ayudas externas y la inclusión de un trívial con cartas diseminadas de forma aleatoria a lo largo de la aventura que podemos recoger y responder. Son decisiones de diseño poco elegantes, que no contribuyen precisamente a la inmersión y no denotan tres décadas de evolución (al contrario, los originales no echaban mano de esos recursos externos). El impacto, sin embargo, no es grande en general, porque el juego no demanda esas ayudas: los escenarios están bien diseñados y los puntos calientes se diferencian bien, los puzles tienen pistas suficientes y los objetivos son claros, no tenemos que acometer tareas no justificadas por el desarrollo de la historia solo porque aparezcan en la lista (como sí pasaba en Thimbleweed Park, la aventura anterior del estudio). Se hubiese agradecido que nos permitieran desactivar esos elementos externos a los que no nos interesan, para que las cartas no nos distrajesen en la exploración de los escenarios (quizá esté la opción de no recoger el libro del trívial, pero eso no es algo que puedas anticipar), para que la animación que avisa de nuevas tareas no nos restara un poco de satisfacción por identificar los objetivos (aunque casi siempre son evidentes) y para no tener elementos indeseados que ocupen espacio en el inventario.

Esas ayudas externas se pueden volver problemáticas sobre todo para la gente que se incorpore al género con esta aventura. No se presentan como opcionales, a las que acudir como último recurso. De hecho, el prólogo, que en realidad es un tutorial no explícito del todo pero tampoco sutil, nos enseña a utilizarlas. Ahí sí que la lista de tareas es obligatoria y se introduce el uso del botón que revela los puntos calientes. Fomenta dinámicas en esas personas que se incorporan que van en contra de lo que supone experimentar una aventura de forma plena: si en vez de explorar el escenario, de recibir toda esa información visual que incluye, te ciñes a la verificación de puntos calientes, si percibes que no importa demasiado prestar atención a cómo se va desarrollando la historia y a intentar identificar los conflictos porque ya tienes una lista de tareas que los recoge, te estás perdiendo una parte importante.

Y en especial, después, con la inclusión del libro de pistas que te da la señora Vudú eso adquiere mayor gravedad. El libro de pistas forma parte del juego porque los diseñadores decidieron que esté ahí. La persona que entre ahora al género no se va a plantear que no debe recurrir a esas pistas externas a la mínima, se puede usar de la misma forma que se utiliza cualquier otro objeto del inventario al que está incorporado. Pero, por paradójico que parezca en una primera impresión, la aventura gráfica adquiere toda su dimensión como forma diferenciada de contar historias en el atasco. Es el atasco lo que le otorga una narrativa única, lo que hace posible la maravilla. El atasco nos obliga a recapitular, a pensar en la historia, de dónde viene y hacia dónde se dirige, a pensar en los personajes, en relaciones narrativas, es lo que nos da pie a poner las cosas en común cuando estamos jugando en compañía, a proponer nuestras teorías y que las otras personas hagan lo mismo, a imaginar cómo puede continuar la historia, a expandir su narrativa, a utilizar la creatividad… y todo ello culmina en el gran colofón: cuando seguimos todo ese camino y logramos llegar a la solución, ese momento ¡ajá! que resulta tan satisfactorio en parte también porque no es una recompensa inmediata. Si en vez de eso, acudimos al libro para que nos dé una pista, aunque sea sutil (porque al menos nos las ofrecen de forma paulatina), nos estamos perdiendo, esa persona que se incorpora está perdiendo (sin saberlo), la magia de la aventura gráfica, lo que la hace única, lo que de verdad nos fascina y ha mantenido el género vivo durante todas estas décadas en las que desde fuera se afanan por darlo por muerto. Nada puede sustituir a la aventura gráfica, no ha sido absorbida por otros géneros ni ninguna de esas cosas que estamos hartos de escuchar, porque lo que ofrece el puzle de aventura, lo que proporciona ese momento de atasco, es algo que no está al alcance de ninguna otra forma de contar historias.

El atasco nunca es el problema, al contrario, el atasco es parte irrenunciable de la experiencia de jugar a una aventura gráfica. Se vuelve conflictivo, y deja de tener los efectos positivos descritos, cuando es producto de un puzle que no está bien explicado o es arbitrario, que no nos permite llegar a la solución siguiendo esos itinerarios, sino a base de prueba y error. Ese tipo de puzles en los que, cuando ya desesperados, acudimos a una guía y tras leer la solución pensamos que no se nos habría ocurrido en la vida. Lo que a nadie le gusta es estar un montón de tiempo pensando sobre un puzle que está mal planteado, sobre el que falta información o que se resuelve de forma caprichosa, ese atasco sí que no va a resultar satisfactorio en ningún caso, vamos a tener la sensación de haber perdido el tiempo (incluso aunque lo solucionemos a base de prueba y error); pero el problema es del rompecabezas en sí, no de que nos demande detenernos un momento a pensar. De esos puzles había unos cuantos en las dos primeras entregas, porque veníamos de un período con gran presencia de rompecabezas oscuros, en el que primaba por encima de todo el reto, un reto que resultase muy complicado de superar, incluso a veces de la mano de relaciones arbitrarias. Los dos primeros Monkey Island, junto con otras aventuras, eran la avanzadilla del cambio de paradigma que estaba produciendo. No es que estuviesen renunciando al reto en favor de la narración (que es una falsa dicotomía a la que por desgracia se recurre mucho), sino que el reto se iba convirtiendo en el vector de esa historia, el puzle servía para contarla, participaba de ella, las conexiones narrativas debían ser más claras y se tenía que dar información suficiente para llegar a la solución. El reto ya no se creaba con la intención de que fuese muy difícil, sino de que generara determinadas sensaciones y de que contase algo, con independencia de que resultara más sencillo o más complicado.

El valor del puzle

Ese es el verdadero secreto de Monkey Island (no, no es un spoiler) y de cualquier aventura gráfica, lo que hay que proteger y fomentar con firmeza. Algo que no hacen con la inclusión del libro de pistas, con declaraciones sobre que hoy en día la gente ya no tiene la paciencia suficiente para justificar esas ayudas externas o con el contraste que existe entre cómo se presentaba los modos de dificultad en Monkey Island 2 y en este Return to Monkey Island.

En Monkey Island 2 presentaban un modo que era la aventura tal cual, el juego completo con todos los puzles, sin darle ningún nombre, y una versión simplificada, una versión light, para quien la prefiriese jugar así con menos puzles y más sencillos (sabiendo que se iban a perder cosas, porque los puzles cuentan). En este caso cambian el orden, primero aparece el modo casual, aquel modo light, y después el modo difícil, que se correspondería en el Monkey Island 2 con el juego completo. De este último dicen que tiene más puzles y más difíciles y que es para los aventureros acérrimos que lo quieren todo, como desposeyendo al puzle de ese valor del que hablaba hace un momento, como si volviésemos a esa concepción del rompecabezas como reto complicado por encima de todo y no como la herramienta principal y exclusiva del género para contar, como si ese tipo de puzle fuera para gente que disfrutase rompiéndose la cabeza con desafíos imposibles y no para un público general. Como si ya no tuviese esa intencionalidad narrativa. Mientras que en el modo casual dicen que contiene «toda la historia y la diversión, pero con puzles casuales para los jugadores atareados». Otra vez reforzando la idea de que los rompecabezas no sirven a la narrativa (algo que desmiente por completo el juego sí), que puedes eliminar puzles manteniendo toda la historia. Dan a entender que estar atareado es un obstáculo para emplear el tiempo de ocio enfrentándonos a rompecabezas que nos hagan detenernos un momento para pensar de forma más profunda en la historia, en los personajes, para utilizar la imaginación… Como si ese fuese un tiempo perdido, un tiempo no aprovechado que no se puede permitir una persona ocupada. Como cualquier persona, decidirá ella en qué quiere emplear su tiempo, pero hacerlo en pensar sobre un puzle bien diseñado desde luego supone tener unos minutos de ocio de mucha calidad. La filosofía que subyace ahí es nociva: está negando la propia aventura gráfica y el sentido de los puzles para contar y presentar un reto interesante al mismo tiempo. No es una crítica al modo casual, porque seguro que se adapta a las preferencias de alguna gente y no lo he jugado (quizá lo haga y escriba sobre lo que ofrece), sino a la forma de presentar los modos de juego. Bastante proselitismo antipuzles se ha hecho en estos años como para no ponerlos en valor desde el género también en el discurso.

Y ya para concluir con esto, no estoy demonizando el uso de guías. Yo las he usado, las uso y las usaré: cuando llevo mucho tiempo atascado y mis esfuerzos por llegar a la solución no están siendo fructíferos, cuando me huelo tras un rato intentándolo que un puzle va a tener una solución arbitraria, cuando es un rompecabezas exógeno que solo funciona como retardador y que no me apetece afrontar… Cada persona tiene sus razones para usarla y tiene su propio límite de tiempo para el atasco antes de acudir a ella. No es necesario frustrarse un montón y estar días atascado en un puzle solo para poder presumir de haber pasado la aventura sin guía. Solo estoy diciendo que la experiencia de jugar con guía en mano, de acudir a la guía a la mínima que no nos venga la solución de forma inmediata, es diferente (peor) a la de tomarnos un tiempo para pensar sobre los puzles y recorrer el camino (con todo lo que implica) hasta llegar a la solución. Cuando alguien acude a la guía, debería saber sus implicaciones. También habrá gente que no quiera pasar por eso, que no quiera usar su creatividad, que no quiera explorar la historia así, y es legítimo (aunque seguramente la aventura gráfica no sea el género que buscan). Pero la meta del diseño debería ser facilitar que la gente que no se niegue a eso, que la gente que sí quiere jugar aventuras con todo lo que implica, pueda tener la experiencia completa: ayudarla a través del juego, desde dentro de la fantasía.

Cambio de registro

Lo cierto es que Return to Monkey Island, a pesar de ello (y por eso resulta más chocante), lo hace: en su modo difícil ofrece esa experiencia completa tanto para gente experimentada como para principiantes. Disfruté de ella casi todo el tiempo. Ese tono más infantil para mí no representa problema, porque todo es consecuente con la decisión tomada (el enfoque nostálgico que intenta recrear tiempos de la niñez), los diálogos se adaptan a él y siguen siendo divertidos e ingeniosos (y más expositivos en determinados momentos). Los personajes son en general reconocibles a pesar de ese giro. El arte encaja; ha sido un gran trabajo (las críticas furibundas que se le hicieron, antes de comprobar cómo funciona in situ, suenan todavía más ridículas viendo el juego en marcha). Cada localización se muestra viva, con menos estatismo que en las entregas originales (por algo han pasado 30 años y ya no tienen las restricciones de espacio de entonces, donde debían medir muchísimo cada animación), tiene su paleta diferenciada, sus particularidades, su tono… mientras mantiene el conjunto coherente. Las voces y la música también están a un gran nivel (aunque el tema con más fuerza provenga de la primera entrega) y por supuesto la traducción al español, a cargo de Concha Fernández, que ya hizo muy buen trabajo en Thimbleweed Park. Se nota el oficio, el talento del equipo y los medios de los que han dispuesto esta vez: la producción es notable. Quizás el personaje que menos me ha encajado con lo que habíamos visto de ella en las primeras entregas es el de Elaine. La que había sido intrépida gobernadora de Monkey Island, por más que siga manteniendo cierto aire combativo, ahora canalizado a través de una campaña para erradicar el escorbuto, muestra un carácter menos beligerante y más dulcificado (bastante más incluso que el resto de los personajes); aunque es cierto que ha pasado mucho tiempo en el juego, lo que está narrando Guybrush, la historia de la búsqueda del verdadero secreto de Monkey Island, transcurre al menos una década después de la primera entrega de la saga (por lo que nos dice uno de los personajes).

Con todo adaptado a ese tono, sigue siendo una comedia de aventuras centrada en los personajes y en las situaciones de los puzles, en la que la trama ocupa un segundo plano, nos sirve para movernos hacia adelante pero por sí misma no tiene fuerza (como sucedía en las otras entregas). Esto no es un defecto, lo importante no es lo potente que sea la historia, sino la forma de contarla a través de puzles que resulten interesantes.

De vuelta a Mêlée Island

Vuelve a estar estructurada en capítulos. Arranca con ese prólogo-tutorial del que ya he hablado, y el comienzo propiamente dicho transcurre de vuelta en Mêlée Island donde parte la narración de Guybrush. La aventura, aunque genere un vínculo especial con los fans, sobre todo con los que jugaron a Monkey Island de niños y sean más nostálgicos (y que hayan podido superar que el aspecto no sea el que esperaban), no deja a nadie atrás. Son hábiles para poner todo en contexto cuando es preciso tanto para la gente que la hubiese jugado en su día pero ya no la tenga fresca como para la que se incorpore ahora a la saga (o incluso al género). Es amable y accesible con todo el público, permite una entrada o reentrada suaves. Sobre todo en este primer capítulo (aunque sigue presente en los otros), la nostalgia cristaliza en forma de muchas referencias a otras entregas de la saga (la primera en especial), a veces incluso de forma gratuita (en contra de lo que aseguraban los creadores). Sin embargo, no resultan referencias tan invasivas como en el caso de Thimbleweed Park ni suponen un obstáculo para las personas que se inicien con este título.

Es un primer capítulo de reencuentros, en el que vemos cómo le ha ido la vida a viejos conocidos; sirve para situarnos y ver de qué forma podemos afrontar la búsqueda del secreto de Monkey Island. La aventura muestra apertura desde el principio, tenemos varias situaciones para explorar y puzles presentados en paralelo, que es una de las cosas que más le cuesta a la gente que diseña aventuras hoy en día. Estamos acostumbrados a diseños que tienen una sucesión de hechos más marcada, porque es la forma más natural en la que concebimos las historias: primero pasa esto, después esto, que conduce a… pero no es lo más adecuado para sacarle todo el partido a una aventura gráfica, incluso aunque a menudo cuenten con tramas bastante más interesantes que la que se plantea aquí (una vez más la importancia del cómo por encima del qué). A la hora de pensar en los puzles, si tenemos otros rompecabezas que afrontar al mismo tiempo, mantenemos todo lo bueno del atasco, pero se reduce el riesgo de frustración: podemos madurar esos procesos en segundo plano, aparcarlos y retomarlos, mientras seguimos desentrañando la historia en otras direcciones. Es una de las razones por las que resulta tan agradable jugar a esta Return to Monkey Island.

Interfaz, sin mucho más

El control fue otro de los aspectos sobre los que generaron expectación: no lo quisieron enseñar hasta el final, dieron a entender que sería algo revolucionario; pero en este caso tampoco había motivo para darle tanta importancia. Lo cierto es que se trata de una interfaz simplificada a dos botones que tiene poco misterio. Siempre permite ejecutar una acción para el botón primario y al secundario se le asigna otra si el punto caliente lo requiere (no es infrecuente que se habilite solo tras ejecutar la acción principal), para eso se muestran iconos del ratón (o del mando) y se indica qué acción corresponde a cada uno (en función del punto caliente, una misma acción puede estar asignada a un botón u otro). Cumple las necesidades del diseño y desde luego supone un salto sustancial con respecto a la prueba que pudimos ver en Delores (que no funcionaba bien) o la lista de verbos (superada décadas atrás) que usaron por nostalgia para Thimbleweed Park, pero no respecto al estándar del género.

Prohibido probar

En gran parte por culpa de esa interfaz, Thimbleweed Park nos devolvía un montón de respuestas tipo cuando probábamos cosas (porque para cada punto caliente el diseño no contemplaba todas las acciones que permitía la lista de verbos), sin embargo, Return to Monkey Island no tiene ni una respuesta tipo. Porque han hecho trampa. Como en la reciente Intruder in Antiquonia, solo se nos permite utilizar los objetos cuando la combinación es la correcta y en algún otro caso restringido en el que los diseñadores consideran relevante darnos la razón de por qué esa combinación no es posible; en el resto, el cursor adopta una forma de señal de prohibido y ya no permite intentarlo. Sin entrar todavía al fondo, esto presenta dos problemas: por un lado, vuelve eficiente la prueba y error, el clásico usar todo con todo (que no es algo que deba fomentar un buen diseño), porque basta con pasar el objeto por el escenario o el inventario para saber si esa combinación va a resultar (y eso puede desincentivar que nos tomemos un tiempo para pensar cuál es la combinación adecuada que podemos probar); y por el otro, no muestra diferencia cuando estamos sobre una zona del escenario que no es interactuable o sobre un punto caliente, así que se puede dar el caso de que no hayamos acertado justo sobre el punto caliente y pensemos que en realidad no permite esa combinación (cuando sí era la buena) y nos acaben despistando.

El mayor problema es que las respuestas ante intentos de interacción que no son la solución tienen aplicaciones beneficiosas en la aventura que aquí se pierden. Por un lado, nos dan una sensación de amparo, de que los diseñadores han tenido todo en cuenta y que experimentar sirve; todo parece más interactivo, más vivo. Aunque una combinación no resulte, sabremos por qué no es correcta y eso nos puede ayudar también a orientarnos hacia la solución del puzle, sirven para dar pistas (y para que los diseñadores comprueben si la solución que le han dado a sus rompecabezas son arbitrarias o no, si se podrían haber solucionado de otra forma). También son útiles para construir la personalidad del protagonista a través del tipo de respuestas que da, de a qué accede y a qué no y cómo lo justifica. En especial en una comedia como esta, cuando probamos combinaciones absurdas, eso ofrece una gran oportunidad de hacer bromas (algo que sí aprovechan las primeras entregas). En mi caso, esa falta de respuestas me despistó mucho en un puzle, porque intenté combinar un objeto del inventario con un elemento del escenario pero me devolvió el icono de que eso no tenía sentido, así que tuve que buscar soluciones por otros lados. Pues bien, resultó que en realidad sí era la solución, pero primero había que recoger el objeto y después combinarlos ambos en el inventario. Eso jamás habría pasado si hubieran escrito respuestas ante intentos de interacción más allá de las soluciones, porque habrían detectado que deberían permitir esa combinación o que por lo menos el personaje dijese que mejor recogía el objeto primero.

Cuando una aventura tiene muchos puntos calientes y muchos objetos, se hace complicado dar respuestas a todo (y que sean significativas). Entonces, en algunos casos se podría contemplar lo de que el cursor adopte una forma que indique que esa combinación, que no sirve ni como solución ni para dar pie a pistas o bromas, no tendrá efectos (desde luego es más eficiente que una respuesta tipo, nos ahorra el clic y tener que recibir el “eso no funciona” que tanto se acaba incrustando en el cerebro), pero debería ser en muchísima menor proporción de lo que vemos en Return to Monkey Island y marcando siempre si estamos sobre un punto caliente o no.

En terreno conocido

Si las dos entregas originales estaban a la vanguardia del género, eran audaces y experimentales, y como consecuencia transmitían frescura, nos sorprendían con soluciones originales pero también metían la pata con puzles mal concebidos, este título es más conservador, han arriesgado menos y también se han equivocado menos. Es un juego bastante formulaico, se mueven en las certezas de la experiencia. Han recurrido mucho a puzles tipo receta, que tienen la gran ventaja de favorecer el juego paralelo: los distintos ingredientes o tareas que componen esos rompecabezas, que pueden ser puzles más pequeños a su vez, nos dan la libertad de elegir por cuál empezar e ir saltando a otros elementos de la lista si nos atascamos. En general consiguen un juego satisfactorio, con ingredientes más directos, otros que suponen puzles sencillos y otros un poco más complejos; eso contribuye a un ritmo variable, que resta monotonía al desarrollo, hace que por momentos avancemos con agilidad y que en otros nos detengamos un poco a pensar sobre la historia. Sin embargo, no siempre han conseguido la mejor integración, algunos no están introducidos de la manera más natural (aunque después ofrecen buen juego, expanden la narrativa).

Los rompecabezas se adaptan al tipo de situaciones por las que pasa Guybrush, en consecuencia nos tendremos que enfrentar varios tipos de puzles diferentes: de equipamiento, basados en sucesos, intercambio, secuenciales… El repertorio es amplio, porque cada uno expresa una cosa distinta, tiene como objetivo generar unas sensaciones u otras. Grossman y Gilbert se desempeñan bien, en general, en cada registro. Son capaces de proponer bastante juego en situaciones más cerradas y también de aprovechar la amplitud. Incluso esta vez han evitado caer en los mismos errores que en las dos entregas originales, donde había varios puzles conflictivos que requerían una velocidad de ejecución alta (eso obligaba a repeticiones que los volvían tediosos e incluso hacía que gente no pudiese continuar con la aventura), pero sin renunciar a los puzles que requieren hacer algo en el momento adecuado (tras desatar determinada situación). Mantienen lo bueno de aquellos rompecabezas y prescinden de lo malo. También en Return to Monkey Island los puzles tienen mayor soporte y no suelen caer en la arbitrariedad; en las dos primeras entregas hay algunos rompecabezas que resultan poco accesibles por falta de información. Aquí se afanan en que haya pistas suficientes para todo, incluso a veces las presentan de forma demasiado explícita, igual que pasa con los objetivos. Eso hace que la aventura resulte más fácil que las entregas originales (algo buscado por otro lado), pero, en contra de la impresión que pueda dar, no tengo claro que sea en realidad menos compleja. Sin haber comparado diagramas de puzles (para ver cuántos pasos requiere cada uno), me da la sensación de que si se racionara más la información aquí, no resultaría mucho más fácil que los anteriores. La dificultad no es un valor en sí mismo (en la crítica de Broken Age hablé de ello en profundidad): los puzles mal diseñados pueden resultar difíciles pero no son divertidos de resolver ni resultan satisfactorios. Es cierto que si en Return to Monkey Island hubiesen sido más sutiles en algunas pistas y en la forma de presentar objetivos, la resolución de puzles resultaría más placentera, pero no tiene nada que ver con esas aventuras que son fáciles porque tienen rompecabezas poco complejos que se resuelven dando al inventario un uso convencional.

Un mar de opciones

La sección más potente de la aventura llega cuando, como en Monkey Island 2, el espacio de juego se amplía mucho: se nos permite visitar varias islas y tenemos un montón de puzles que acometer al mismo tiempo. No todas las islas son igual de interesantes (podrían haberles sacado más partido a varias de ellas, que tuviesen más personajes e interacción) y lo mismo pasa con los puzles (alguno es un poco menos inspirado), pero supone un buen conjunto. En Monkey Island 2 esa parte abierta se veía bastante lastrada porque los desplazamientos se hacían pesados. Aquí lo han agilizado de forma notable gracias a que tanto Guybrush como el barco se mueven más rápido y sobre todo por la inclusión del mapa marítimo. Desde cualquier pantalla (si la salida no está bloqueada) podemos utilizarlo y seleccionar la isla de destino, eso hace que pasar de una isla a otra sea mucho más rápido, porque nos ahorramos tener que ir desde la pantalla actual hasta el barco. Un mapa, en una aventura de piratas, es una forma de atajo natural.

Lo cuestionable aquí es la forma de acceder a él. El mapa está en el inventario, para usarlo tenemos que hacer clic desde ahí. Eso puede provocar que la gente no repare en su uso como forma de atajo y desaproveche toda la agilidad que aporta (que es mucha). Lo suyo hubiera sido poner un icono de mapa en la parte inferior derecha de la pantalla, de la misma forma que figuran en otras esquinas los iconos del inventario y el de las opciones (cubren una parte mínima). Así resultaría más accesible, nadie lo pasaría por alto, se accedería con solo un clic y nos ahorraría tener que buscarlo entre los objetos del inventario (que a esas alturas de la aventura ya son numerosos). Y sí, es cierto que también podemos acceder a él con un atajo de teclado, la letra M, pero eso debería ser a mayores y, además, cuando solemos consultar los controles de una aventura es al empezar, pero el mapa no es accesible hasta el cuarto capítulo, cuando es posible que ya ni nos acordemos de esa opción. Un buen control en una aventura gráfica, al menos en una como esta (que no tenga el teclado o el mando como opción de control principal), debe permitir un juego cómodo y ágil con el uso exclusivo del ratón (a partir de ahí, metes los atajos de teclado que quieras). Return to Monkey Island no lo cumple, cuando podría hacerlo sin dificultad. Choca que hayan puesto tanto interés en hacerla accesible en otros aspectos y no en este. El ratón está muy desaprovechado.

No se queda ahí, desde hace décadas está estandarizado en la aventura gráfica el uso del clic para saltar líneas de diálogo, pues aquí no podemos y la razón es un empecinamiento absurdo de Ron Gilbert, que en tiempos en los que la mayoría de la gente jugaba con teclado (porque el ratón todavía no estaba tan extendido como periférico) tuvo la idea de que la tecla idónea para saltar las líneas era el punto, porque el punto se usa par terminar las oraciones. Tenía todo el sentido entonces y no hay problema en que la siga usando si no puede dejar ir esa idea, pero debería permitir también utilizar el clic de ratón para saltar las líneas de diálogo. También se ha estandarizado el uso de la rueda para desplegar el inventario, tampoco les habría costado implementarlo para tenerlo a mayores del clic en el icono y la letra I. Hubiera sido un detalle que permitiese saltar conversaciones completas con la tecla escape, como en tantísimas aventuras. Otra de las cosas bien estandarizadas en los (no tan) últimos años de las aventuras a la que se niega Gilbert es al uso del doble clic en las salidas para hacer la transición a la siguiente pantalla de forma inmediata. Su razón para rechazarla es que eso parece teletransporte, cuando no es más que una elipsis a discreción de la persona que está jugando (algo pertinente para una forma de narración interactiva). De la misma forma que nadie piensa que Guybrush se teletransporta cuando utilizan otras elipsis en Return to Monkey Island, como cuando nos evitan el largo camino que recorrimos para llegar a un lugar la siguiente vez que lo visitamos. En vez de eso, decidió optar por el doble clic para poder correr, así que si queremos jugar la aventura con agilidad (menor a la que ofrecen las elipsis), debemos someter a Guybrush al sprint continuo, que resulta un poco raro. Sí que abrazó lo peor de la modernidad en la limitación de ranuras de guardado, solo se pueden almacenar 8 partidas además del guardado automático. Es absurdo que tenga una limitación de la que carecen aventuras de décadas atrás en un momento en el que no existen los problemas de espacio en disco. Esto para poder volver a puzles específicos para escribir algún artículo sobre diseño me viene de maravilla.

Homenaje a lo agotado

Los homenajes al pasado del género también llegaron a los puzles (o eso quiero creer): la aventura está llena de llaves y laberintos. La situación llave-cerradura supone la concepción más primaria del puzle (y la más sobreexplotada), eso no la invalida mientras la consecución de la llave suponga un rompecabezas bien planteado y ejecutado (aunque por puro hartazgo se agradecería que se evitara en la medida de lo posible). Hay un poco de todo en esta aventura en los puzles que implican el uso de llaves, pero se repite demasiado determinada dinámica. Lo de los laberintos adquiere ya otro nivel. Por cierto, de todas las aventuras gráficas para adultos de Ron Gilbert, solo la primera, Maniac Mansion, no tiene ninguno (Dave Grossman los ha evitado más). Un laberinto que se tenga que resolver a base de prueba y error es un puzle exógeno, no debería formar parte de una aventura; pero si el puzle consiste en realidad en encontrar algo que nos sirva de guía para superarlo, también es legítimo. Como en el caso de las llaves, ya solo su abuso pasado los desaconseja por completo, pero es que además pocas veces vas a poder introducir un laberinto que no resulte artificial y a menudo la resolución, avanzar siguiendo el camino marcado por la guía, resulta tediosa. Si ya en las dos entregas originales abusaban de ellos, esta no les va a la zaga. Intentan excusarlo en la parodia, porque Guybrush en un momento dado dice que odia los laberintos, pero eso no los exonera. Les iban quedando tan pocas cosas a las que recurrir para que actuasen de guías que hasta acabaron metiendo un puzle exógeno:

No hay spoilers, como en ninguna de mis críticas, no voy a desvelar el puzle (lo de las capturas es lo que te dan al enfrentarte a él). Es sencillo de resolver, pero no por eso deja de estar fuera de sitio. Solo con estas dos imágenes uno ya se puede figurar la solución, algo que resulta ilustrativo de por qué está mal. Se trata de un puzle exógeno porque solo se basa en relaciones lógicas entre elementos. Da igual la personalidad de Guybrush o cualquier otro personaje, no importa lo que se esté contando en ese momento ni lo que haya pasado antes en la aventura. No participa de la narración, solo funciona como retardador de la acción (justo lo que no puede ser nunca un rompecabezas de aventura). Si lo extraemos de su contexto, sigue siendo resoluble, lo que supone un buen indicativo de su falta de integración. Y esto me sirve para introducir el peor momento de toda la aventura:

Final de pesadilla

El último acto, por suerte el más corto, es un desastre en lo jugable. Los puzles que contiene son del estilo que acabo de describir. Se podría eliminar toda la secuencia de rompecabezas final sin que eso afectase a la aventura, solo tiene como función retrasar la llegada del final. No encuentro explicación para que dos diseñadores de esta talla hayan decidido perpetrar eso, ¿el objetivo era que llegásemos sin expectativas a contemplar al final? Ese final del que no comentaré nada, ese verdadero secreto de Monkey Island que Ron Gilbert no ha dejado de alimentar durante décadas y que llevó hasta las últimas consecuencias: quería que todo el mundo lo descubriera al mismo tiempo, así que no iban a enviar copias de prensa. Eso se tradujo, en realidad, en la exclusión de páginas pequeñas como esta, porque los grandes medios, que como todo el mundo sabe son los que mejor tratan la aventura gráfica, sí dispusieron de copias de prensa para sacar sus artículos el día uno (una ventaja que sin duda necesitaban). Por eso estás leyendo esta crítica hoy y no el día 19 de septiembre, también por eso tiene esta extensión kilométrica (de perdidos, al río).

Objetivo cumplido

En Return to Monkey Island, Gilbert y Grossman no han plasmado lo que decían que iba a ser esta aventura en las entrevistas (una entrega que mirara hacia adelante), sino lo que de verdad se propusieron hacer: un juego radicado en la nostalgia que homenajease a la saga, que devolviera a las personas que ya habían visitado Monkey Island a la ilusión de un lugar en el que disfrutaron, al mismo tiempo que resultara comprensible y accesible para un nuevo público que no jugó las aventuras en su momento o que quizá ni había tenido contacto con el género. Era complicado conjugar ambas cosas, pero creo que lo han logrado. Se trata de un juego conservador carente de la frescura y experimentación de las entregas iniciales, aunque también más amable para quien se quiera iniciar en el género. Han contado con mayores medios de lo que es habitual en la aventura gráfica y eso se ve reflejado en un juego que mantiene alto el nivel en todos sus apartados, desde el arte, que encaja a la perfección con el tono de la obra, hasta unos rompecabezas más tutelados que en juegos anteriores pero que siguen siendo divertidos y satisfactorios. Tras dos títulos en el mercado, Terrible Toybox se encuentra sin duda entre los mejores estudios actuales de aventuras gráficas; sin embargo, no son vanguardia del género como lo fueron los mismos componentes en tiempos de Lucas. Tanto Thimbleweed Park como Return to Monkey Island están construidas desde la añoranza, con múltiples referencias a juegos anteriores; el estudio no ha iniciado un nuevo legado. Me encantaría ver una aventura original de Gilbert y Grossman que no tenga que rendir cuentas al pasado, aunque no sé si eso se podrá dar algún día, porque parece bastante probable que vayan a tener la oportunidad de seguir con las aventuras de Guybrush (aunque en ese caso ya sí que sería inexcusable que no mirasen al futuro) o incluso no podríamos descartar un regreso a cierta mansión. Por lo pronto, nos han dejado otra obra disfrutable incluso para los que no somos nada nostálgicos.

¿Dónde encontrarla?
Return to Monkey Island está a la venta en español para Windows y Linux en Steam y también en Switch.

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Miguel R. Fervenza
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