Encarnamos a una madre que vive junto con su prole en una casa en el campo. Quiere hacer algo que requiere toda su atención, pero sus hijos no dejan de molestarle. Normalmente se distraen con el perro, aunque esta vez no tienen ningún objeto para jugar con él. Buscamos por el patio y no encontramos nada. Dentro de la casa hay una pelota de trapo que recogemos, pero, cuando se la intentamos dar a los niños, se nos devuelve un: «eso no tiene sentido». El juego tampoco nos permite hacer una pelota con papel ni nada similar. Advertimos a los niños que aguarden allí hasta que volvamos y salimos para buscar un palo. No debería resultar una empresa difícil teniendo en cuenta el lugar en que vivimos.

Cerca de la casa hay un bosque, lo recorremos sin suerte. Cuando pulsamos sobre las ramas de los árboles, nos responde que están demasiado altas. Continuamos haciendo camino. Nos encontramos con una vecina anciana que lleva una expresión de preocupación: su cabritilla se había asustado con un ruido y huyó despavorida hacia las montañas. Le prometemos que si la encontramos en nuestra expedición, se la llevaremos a casa.

Arboleda tras arboleda seguimos sin conseguir nada. La vegetación se va retirando a medida que ascendemos, pero seguimos adelante, a ver si al menos damos con la cabritilla. El paisaje luce yermo. Rocas y más rocas. En la distancia se escucha un balido. Tras mucho caminar llegamos a la parte alta de la montaña. Ante nosotros se yerguen dos formaciones rocosas de decenas de metros de altura. Hacemos clic sobre ellas, la mujer comienza a escalar y, una vez arriba, descubrimos que sobre la peña de la izquierda descansa la anhelada ramita. Cuando nuestra protagonista desciende victoriosa, la cabritilla se acerca a ella. ¡Doble misión conseguida!

Esto nos permitirá distraer a los niños y poder seguir con ese asunto importante que requería toda nuestra atención. La viejecilla, en agradecimiento por devolverle la cabra, nos dará algo que seguro que nos servirá para resolver algún otro entuerto.

Puede parecer una escena absurda e hiperbólica, y en efecto lo es, pero responde a una manera usual de diseñar y narrar en las aventuras gráficas. Lo que dimos en llamar «La ramita del fin del mundo» hace referencia a ese comportamiento habitual de algunos diseñadores: requieren que los jugadores utilicen un objeto común y accesible en el lugar y situación en los que se desarrolla la aventura, pero que solo se podrá obtener de manera rocambolesca. En el ejemplo, cuando lo lógico es que ni siquiera nos hiciese falta abandonar nuestra parcela para dar con alguno, los diseñadores habrían decidido que en varias arboledas —donde las ramas tiradas en el suelo se contarían a cientos— no pudiésemos encontrar un solo palo. Además, la protagonista, cuando intentásemos acceder a las ramas, nos diría que están demasiado altas. Pero cuando llegáramos a la solución, que vendrá dada si tenemos la paciencia de recorrer toda la montaña, descubriríamos que la mujer que se negaba a subir a un árbol era en realidad una excelente escaladora. Sin salir de casa, también tendríamos al alcance otras soluciones no contempladas por el programa.

En las aventuras esto se ha llevado a cotas, nunca mejor dicho, todavía más absurdas. Pongamos un ejemplo rápido y también muy usual: en una aventura podemos viajar en avión a distintas partes del Mundo. Para resolver uno de los puzles en un extremo del Mundo necesitaremos un objeto usual en varios de esos lugares que visitamos, pero que solo podemos encontrar —por capricho de los diseñadores— en uno de ellos. Estamos en Burkina Faso, en la sabana, queremos recoger algo pero, por poco, nuestro brazo no nos alcanza. Entonces hemos de volar hasta una cabaña en Alaska para recoger una escoba detrás de la puerta de una de las habitaciones que nos permita poder llegar a aquel objeto en Burkina Faso.

No es infrecuente que los diseñadores de aventuras gráficas confundan la creatividad, inherente al género, con la inverosimilitud. Lo hemos visto muchas veces en nuestros artículos. Lo que interesa en un diseño es que los jugadores tengan que recurrir al pensamiento lateral para lidiar con el conflicto. Para ello hay que conseguir que otras soluciones que requerirían razonamientos verticales —lógica común— no estén habilitadas por la narración —no que no sean posibles porque de forma caprichosa el juego no las contemple, como en este ejemplo—. El uso de objetos comunes no es ningún problema —en el artículo sobre la interfaz del Loom explicábamos las bondades de los objetos—, pero sí que los tengamos que conseguir de maneras absurdas cuando hay alternativas habilitadas por la narración mucho más simples. Podríamos decir algunas cosas más sobre la situación propuesta al principio, pero ya las trataremos en otros ejemplos en entregas posteriores.

Autoría del material gráfico

Las imágenes pertenecen al filme Der große Sprung (Arnold Fanck, 1927)

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Miguel R. Fervenza
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