Directamente, o tras el comienzo contemplativo, tomamos el control del personaje en su dormitorio —la sala de estar de forma menos frecuente—. Tal vez se nos presente el objetivo general o el objetivo inmediato —a través de una llamada de teléfono, una carta, de boca del propio personaje…—, pero lo seguro es que no podremos salir de casa cuando lo intentemos. El motivo más habitual será que nos falte la llave. Te suena, ¿verdad?

Por una parte, vemos una concepción arcaica de la narrativa: la historia empieza al comienzo del día desde la casa propia. No es una mala decisión per se, podría resultar incluso lo más conveniente en función de qué se quiera contar, pero parece llamativo que tantos diseñadores fijen ese origen común a sus aventuras. Esa propensión al comienzo desde el hogar puede deberse a la necesidad de presentar al personaje jugable. La exploración del entorno, motivada por la búsqueda de la llave, va a dar muestras a los jugadores de su personalidad a través de la inspección de sus pertenencias. Si bien puede ser efectiva hasta cierto punto, no es la manera más refinada de hacerlo y no aprovecha las posibilidades de la aventura.

Se quiere introducir a los jugadores en la piel del personaje, que veamos el mundo a través de sus ojos —en otros géneros a menudo el avatar carece de personalidad propia, se amolda a la de los jugadores; no así en la aventura—. El objetivo es que lleguemos a pensar como él y afrontemos los conflictos como lo haría el protagonista en lugar de como lo haríamos nosotros. Equiparados jugadores y personaje, ¿tiene sentido que examinemos las que se suponen ya nuestras pertenencias? No demasiado. A veces no habrá alternativa al hogar —porque buena parte de la aventura se desarrolle ahí— y no quedará más remedio que permitir que los jugadores puedan examinar esos objetos —no debería suponer un problema si se hace con cabeza—, pero debería evitarse cuando no sea necesario. La inmensa mayoría de las veces no lo es.

Por otro lado, de manera bastante probable, la exploración de la casa del protagonista supondrá otra vez un exceso de información dada de golpe. Como ya habíamos dicho, eso no interesa para el desarrollo de una aventura: la dosificación de la información es una de las claves de toda narración y cobra una importancia crucial en el género. Como vemos a través de los ojos del personaje, no es necesario que observemos objetos que le pertenezcan para que nos hablen de él. Cada vez que miramos algo no obtenemos —o desde luego no deberíamos— una descripción aséptica, sino una apreciación subjetiva dada por el personaje, que nos habla tanto del objeto como de sí mismo. Si las descripciones a lo largo de la aventura están bien escritas, nos permitirán definir la personalidad del protagonista de forma más sutil, progresiva y eficaz; también nos permitirán eludir subterfugios vulgares como el que nos ocupa.

Pero quizás lo más cuestionable de esta situación sea la concepción errónea del rompecabezas. Una parte considerable de la creación de aventuras no ve el puzle como vector de la historia, sino como cerrojo que separa una porción de otra. Por eso se pasan las aventuras confinando a los jugadores, ¿de qué manera meto un rompecabezas aquí? Ya sé, voy a cerrar esta puerta. El problema ni siquiera es la reclusión en sí, de hecho en Inicio de espacio reducido vemos que incluso puede suponer un gran comienzo si se hace con sentido. ¿Qué pretendes transmitir cuando atrapas al protagonista en su propia casa?, ¿que es un personaje despistado? ¿Qué incentivo tienen los jugadores para embarcarse en la enésima búsqueda de una llave? ¿Crees de verdad que esta es la mejor manera de conseguir que la persona del otro lado de la pantalla se anime a continuar con tu aventura?

Autoría del material gráfico

Las imágenes incluidas en este artículo pertenecen a The Key (Bill Plympton, 1997).

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Miguel R. Fervenza
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