

Veidt y Dagover en Caligari.
La banda sonora apuntala un ambiente melancólico y de desesperanza que caracteriza la opera prima de Fictiorama. La extraña paleta elegida no solo sirve de distintivo, la herrumbre del mundo postecnológico parece extenderse más allá del metal, invadiendo cada centímetro de terreno y cada organismo del Nuevo Mundo. El estilo de los rostros nos podrá gustar más o menos, quizás no entendamos por qué todos los personajes se desenvuelven con los ojos cerrados o no nos enamoremos de sus colores, pero Martín Barbudo —Juan Fender le echó una mano en la parte final del desarrollo— ha conseguido que una porción cualquiera del arte de Dead Synchronicity sea inconfundible —tal y como se habían marcado como objetivo los hermanos Oliván—.
El establecimiento de la atmósfera también se ha acercado a un éxito completo. La única pega que se le puede poner es que la aventura no consigue mantener en el tiempo el ambiente opresivo que deseaban. Se logra solo en momentos puntuales. En ello es probable que tenga mucho que ver la necesaria economía de recursos del desarrollo independiente: el campo de concentración parece más bien uno de dilución, el hacinamiento de personas y la consiguiente pérdida de intimidad no se logran plasmar. Que nuestro avatar se pueda trasladar con relativa libertad por necesidades del desarrollo del juego también suaviza un poco el autoritarismo militar —curiosamente nos resulta más difícil lidiar con los guardas en alguna zona sin ningún interés estratégico que donde lo tiene todo—. No obstante, sí que consiguen ponernos el vello de punta en varias ocasiones y en general han sacado buen partido a sus posibilidades. Un ejemplo de ello son las secuencias de vídeo que han corrido a cargo de Luis Oliván: se trocean en viñetas en las que prima el estatismo, el movimiento se imprime sobre todo a través de zooms o el desplazamiento de figuras inmóviles sobre fondos también estáticos. Ahorran en animación y esa estética de cómic encaja muy bien con el aspecto general de la aventura. Durante el juego no han logrado disimular tan bien las estrecheces del indie: las animaciones resultan bastante toscas y escasas, al menos en el protagonista era esperable una mayor variedad y fluidez —también hay por ahí una textura que no encaja con el buen acabado general del apartado gráfico—.
Cuando afrontamos el primer puzle, ya sabemos de la Gran Ola, del control militar del campo de refugiados/campo de concentración, la enfermedad de los disueltos, los formateados, la subversión de valores… El desarrollo del mismo se encarga de completar un comienzo desatinado que sirve para rebajar las expectativas. Lo resolvemos porque es cuanto podemos hacer en un espacio reducido, aunque no entendamos en qué nos puede ayudar cierto comportamiento —con ello obtenemos un objeto tan inesperado como típico de diseños perezosos, aunque no sea el caso—.

Para articular la aventura se recurre a los puzles de ayuda, tal vez se abusa de ellos un poco, pero su inclusión no es mala idea. Nuestro cerebro no se lleva bien con los fenómenos a gran escala: resulta pertinente tratar de ilustrar el colapso de la civilización a través de las desventuras de diferentes individuos. Alberto consigue trazar algunos secundarios interesantes, con capacidad para conmovernos de una forma u otra. No obstante, el juego ya nos ha contado que cada uno mira por lo suyo, que el egoísmo y el recelo son el vehículo de la supervivencia en este nuevo escenario —me ha faltado un punto de traición, de deslealtad, que apoyase ese planteamiento—. No se puede esperar que el jugador, en las botas de Michael, opere de forma contraria, que ayude con altruismo a todo aquel que se cruce en su camino. Ahí tropieza Dead Synchronicity. A veces auxiliamos a otros personajes porque es cuanto podemos hacer, nos detenemos o nos exponemos a diversos peligros sin saber si nos va a reportar algún beneficio. Para que la narración sea del jugador, este debe entender el propósito de sus actos. Si el beneficio se revela después de actuar, se la estamos arrebatando.

Pongamos un ejemplo ficticio: nuestro avatar está en un mercado de abastos con los bolsillos llenos de dinero. Cerca de uno de los puestos, un niño sin hogar saliva mientras clava la mirada en una tarta de manzana. El puesto está regentado por un hombre con malas pulgas y aspecto amenazante. Nuestro personaje nos dice “me podría venir bien que algo hiciese que este mastodonte abandonase su puesto”. Por lo que sabemos, no necesitamos nada de allí, pero si nos hiciese falta, podríamos comprarlo. No tenemos forma de avanzar en la aventura por ningún otro camino, así que entendamos o no la necesidad de aquello, y aunque nos parezca una insensibilidad innecesaria —podríamos haberle comprado incluso la tarta al niño—, despistamos al tendedero el tiempo suficiente para que la criatura famélica se pueda abalanzar sobre el dulce y echar a correr. El hombre sale tras él. Nos ponemos a curiosear al otro lado del mostrador y en uno de los cajones encontramos, sin esperarlo, un objeto que no se vende en ese lugar y que nos vale para continuar la aventura. El rapaz es atrapado por el tendero y se lleva una paliza.
La escena no da mucho margen a que nos sintamos culpables del destino del chaval, por más que hayamos provocado la situación. Nosotros no teníamos forma de saber qué se escondía en aquel cajón ni si nos iba a servir para algo. No queríamos hacerlo. No llegamos a la conclusión de que era necesario arriesgarnos a meter al niño en un lío por un bien mayor; era la única manera de que la aventura pudiese continuar. Si es el jugador el que está convencido de hacer algo, si ha llegado a la conclusión de que es la mejor opción o la única posible —dentro del marco narrativo del juego, no la única permitida por el programa—, la capacidad para sobrecoger y despertar un sentimiento de culpabilidad en el jugador es mucho mayor.
Pongamos un ejemplo: necesitamos entrar a un almacén pero la puerta está cerrada. Ni siquiera sería un puzle si llevásemos la llave encima. Si no disponemos de ella, debemos buscar formas de abrirla: podemos intentar encontrar la llave, romperla de una patada, usar una palanca, utilizar una ganzúa… o pensar maneras alternativas de ingresar en ese lugar: a través de una ventana, de un túnel… No hay suerte, no somos capaces de encontrar la solución. Nos damos por vencidos y seguimos con otro rompecabezas, en él tenemos que robar los huevos a un pájaro para intercambiárselos a un ornitólogo por lo que sea. Debajo de estos, en el fondo del nido, encontramos una llave brillante que resulta ser la del almacén.
El rompecabezas de la puerta no era tal, los esfuerzos puestos en intentar entrar en el almacén fueron una completa pérdida de tiempo. Dead Synchronicity nos pone varias veces en esta tesitura para luego entregarnos la llave —metafórica— cuando resolvemos otro rompecabezas no relacionado —no podemos anticipar la relación, incluso a veces la llave cumple una función que podría desempeñar algún otro ítem que ya teníamos al alcance—. Estos puzles aparentes son muy frustrantes para el jugador y no deberían formar parte de un buen diseño, se puede gestionar el avance sin tener que recurrir a ellos.

Eso se logra con una escritura clara de los rompecabezas, jamás subestimando a los jugadores. Daedalic se ha encargado de editar Dead Sychronicity. Huelga decir que eso implica la presencia del botón que desvela los hotspots, no hace falta que volvamos a hablar de ello. Más grave, porque no tiene un carácter opcional, es la otra forma de ayuda artificial que se utiliza. Desconozco si también sugerida o impuesta por Daedalic o a iniciativa propia de Fictiorama. Se trata de un tipo de apoyo célebre y grosero que ojalá algún día podamos desterrar: el diario/cuaderno. Su inclusión se justifica —justificación e integración son dos conceptos muy diferentes— aludiendo a la condición de formateado de Michael —aunque en realidad no tiene ningún problema para generar nuevos recuerdos—. En él recoge información importante, objetivos, vídeos con las visiones que va teniendo… No importa que no lo abramos durante toda la partida, la condiciona de todos modos. Cuando se añade información, por ejemplo durante una conversación, en la parte superior izquierda se ve una animación de un bolígrafo escribiendo en el cuaderno. Por tanto, hubiésemos percibido esa parte de la charla como relevante o no, ahora sabemos que era importante.
La función de identificar los objetivos corresponde a los jugadores. Hemos tomado los mandos de Michael, el personaje no se nos puede adelantar; no puede arrebatarnos la narración. En el mejor de los casos, los jugadores ya habremos identificado el objetivo antes de que salte la animación. Ahí “solo” se nos despojará de la sensación de estar explorando la historia por nosotros mismos, de ese cosquilleo que acompaña los progresos que conseguimos en una aventura.

Fictiorama quería una aventura dinámica y también, como decíamos al principio, que no fuese una sucesión de secuencias cerradas sobre sí mismas. El espacio de juego va creciendo a medida que avanzamos: visitamos nuevas localizaciones que permanecen accesibles hasta el final —entonces, habrá sobre una treintena—. Pero al mismo tiempo, las pantallas se van quedando más vacías, cada vez tenemos menos hotspots y personajes con los que interactuar. Incluso muchas de esas pantallas se convierten en simples zonas de paso —o ya lo eran—. Esa sensación de apertura que pretendían conseguir se transforma en un espacio de juego solitario y tedioso de recorrer. Si este no es el primer artículo de Indiefence que leéis, ya sabréis qué voy a escribir a continuación: atajos, ¡exacto!, faltan atajos.




No solo los personajes y los diálogos están bien escritos, las situaciones que han creado tenían esa capacidad para hacer sentir, algo que buscaban por encima de unas mecánicas y de contar una historia —telediario de TVE (39:30)—. Y han conseguido hacernos sentir la mayoría de las cosas que pretendían, pero con mucha menor intensidad de lo que podrían. Porque en una aventura no puedes pretender emocionar al margen de unas mecánicas, el vector de esas emociones es la jugabilidad. La implicación del jugador no es la misma cuando el diseño le permite experimentar esa historia, esas emociones, que cuando un conjunto de arbitrariedades desembocan en escenas dramáticas. Es en la integración en el diseño de esas escenas bien concebidas donde más deben trabajar.

Han tenido aciertos y cuentan con mimbres para hacer grandes cosas. Martín Barbudo y Kovalski le han imprimido un estilo propio al juego, tanto visual como sonoro, algo que pocos estudios logran. Mario ha llevado con éxito al programa todo aquello que Fictiorama había ideado. Alberto ha creado una historia con todas las posibilidades y ha escrito muy buenas cosas. Y, aunque no sea algo que influya en el juego, el trabajo de comunicación de Luis ha sido fantástico —por eso Dead Synchronicity ha tenido presencia en tantas webs y medios de comunicación en todo formato; además del rol crucial desempeñado en el éxito de la campaña en Kickstarter—. Pero de momento tienen todavía carencias muy importantes en las que han de trabajar. En una obra de debut en un medio narrativo tan complejo como es la aventura —porque sí, hacer aventuras es muy difícil—, lo normal es equivocarse muchas veces. Esta primera parte es interesante por sí misma, aunque no sea genial, una obra maestra ni ninguna de esas exageraciones que se han escrito en prensa. Para la conclusión de Dead Synchronicity esperamos un paso adelante. Nos gustaría que esto solo suponga el inicio de un estudio que nos puede dar muchas alegrías. Ayudaría que no les dijésemos que ya han llegado donde nadie antes cuando apenas han comenzado a caminar.

Copia de prensa
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