En este artículo se desvelan partes significativas del comienzo —primera pantalla— de The Dream Machine. Antes de leerlo, podéis jugar esa primera pantalla de forma gratuita y online desde su web (os llevará menos de diez minutos). También se trata el comienzo de A New Beginning, aunque no se cuenta nada que vaya a estropear la experiencia de juego.

Es para ponerse así.

Aunque trataré el comienzo de un par de aventuras, este artículo no pertenece a la magnífica serie Cómo empezar (o no) una aventura que está desarrollando Sergio Copete —resta una última entrega—. Hoy veremos cómo dos introducciones que requieren del jugador un comportamiento similar obtienen resultados dispares. Las aventuras elegidas son The Dream Machine (Cockroach Inc., 2010) —ejemplo positivo— y A New Beginning (Daedalic, 2010) —negativo—.

A New Beginning



Arranca con una escena de vídeo con aspecto de cómic en un futuro distópico. Una erupción solar va a acabar con la vida en la Tierra en unos días, la única manera de evitarlo es viajar en el tiempo y ponerles las pilas a los que se han cargado sus mecanismos de defensa. Otro vídeo, ya en el presente/pasado, nos enseña un artilugio en el momento en el que se estropea. Tomamos control de su propietario, un hombre de mediana edad, con esta poco esperanzadora bienvenida:

¿Qué hay mejor que un tutorial nada integrado a cargo de un primo del clip del MS Office? Cualquier cosa.

Tendremos que arreglar el nebulizador —así se llama el aparato—, aunque no sepamos ni qué es ni por qué debemos repararlo. Ni siquiera sabemos si nos va a servir de algo para nuestro propósito en la aventura —que también desconocemos—. Se ha roto la correa del motor, tendremos que sustituirla. Por cierto, en lugar de utilizar una interfaz estándar de dos botones decidieron que era mejor dejar el botón secundario para abrir el inventario y el principal para desplegar un menú de acciones —tiempos de espera y clics extra, eso siempre gusta—. Bajamos las escaleras y llegamos a la cabaña en la que vivimos. Los repuestos es probable que estén en el sótano. El hombre canoso nos lo confirma al mirar. Intentamos abrir la puerta pero está cerrada con llave y, como la última vez que la usó se pilló una borrachera, desconoce dónde la ha dejado. Búsqueda de una llave, tópico caduco de la aventura donde los haya justificado de manera peregrina —las personas ebrias, en lugar de seguir la rutina o tirarla en el primer sitio que pillan, deciden innovar para dar pie a puzles absurdos, y aunque no se acuerden del lugar en el que la dejaron, sí se acuerdan de que era algún sitio distinto al habitual—. Pues nada, subimos a la planta principal a buscar la dichosa llave.

Key Quest D

Como no sabemos dónde puede estar o si nos tienen preparado otro puzle absurdo que nos conduzca a la llave, miraremos aquí y allá. Lo curioso es que ni se molesta en abrir alacenas y armarios —qué descabellado sería meter una llave ahí, ¿eh?—. No tardaremos mucho en revisar las superficies en las que pudiésemos haberla depositado, ¿qué nos queda por inspeccionar en la habitación? Ningún sitio en el que pueda estar. Hemos revisado todo salvo las fotografías colgadas en la pared. En una de ellas posa con la que parece haber sido su mujer y en la otra con su equipo —el hombre tiene pinta de ser un científico retirado que otrora lideraba alguna suerte de proyecto medioambiental—.

¡Matarile-rile-rile!

Comprobamos que hay algo debajo del extremo inferior derecho de la fotografía, ¿qué será? El tío, hasta arriba de alcohol, descolgó el marco de la pared, lo abrió, depositó la llave debajo, lo cerró y lo volvió a colgar. Ahora, sobrio, decide que la mejor solución es cargarse la foto, vestigio de los buenos tiempos, para ver qué es eso que hay ahí debajo —¡genial!—. Ya tenemos la llave, ¿hemos aprendido algo por el camino? Apenas, el tío es un científico retirado y su hijo —igual de canoso y bigotudo para que apreciemos el parecido— trabajaba con él y sigue adelante con ese proyecto. Sigamos, a ver si en el sótano cobra algo de sentido esta introducción.

Si elegimos abrir la puerta, por supuesto, nos dirá que está cerrada, aunque tengamos la dichosa llave en el inventario. ¿Tan difícil es cambiar la interacción cuando el personaje tiene la llave en el bolsillo y así evitarnos el ridículo de usar llave con puerta? No, hombre, no se hace porque así supone una experiencia mucho más interactiva para el jugador, que se siente inteligente al ser capaz de idear esa elevada combinación llave-ojo de cerradura.

Vale, estamos dentro, ahora sí que va a despegar esto. Debajo de una sábana hay un laboratorio casero. Descubrimos que lo que hacía él tenía que ver con unas algas. En uno de los cajones hay un destornillador, dice que mejor se lo lleva, aunque sabemos que no necesita un destornillador para reponer la correa del nebulador. Abrimos una puerta hecha con cuatro maderas y encontramos una bicicleta, tiene un hotspot asociado al neumático, intuimos que será lo que vaya a hacer de correa improvisada. Lo intentamos recoger, “no sin las herramientas adecuadas”. ¡Vaya!, ¿qué herramienta me podría servir para esta labor? ¿Un destornillador, quizás? ¡Toma!, tres hotspots en una habitación y eres capaz de ingeniártelas para que tu diseño albergue un puzle inverso. ¡Maravilloso!

Otra escena de vídeo en viñetas: el tipo opera la bicicleta mientras aterriza un helicóptero al lado de la cabaña. Una voz femenina saluda y el destornillador del todo a un euro se rompe. “¿Es usted Bent Svensson?”, nos pregunta la muchacha. Aparece a continuación una lista con temas para interrogar a la intrusa, algunos de ellos tan inteligentes como “¿Ese helicóptero de ahí es tuyo —que casualmente acaba de aterrizar donde Brian perdió la sandalia y que precedió a tu aparición—?”. La chica dice que viene a buscarlo porque conoce su trabajo y le necesita. Él le dice que espere, que tiene que acabar su tarea; no le gusta dejar las cosas a medias —tormenta solar, aguanta ahí, el viejo tiene que cambiar la correa—. Aunque el destornillador se ha roto, el neumático está en nuestro inventario. Pero el tío no se va a completar la acción de manera automática, tenemos que volver a subir las escaleras para usar correa con hueco para correa y volver a sentirnos hiperinteligentes.

¡Ajá!, criticáis antes de tiempo. No va a ser tan sencillo, el neumático es demasiado grande. La creativa correa no queda tensa. Por casualidad, uno de los tornillos está algo desenroscado, lo quitamos de todo con la mano y colocamos en su sitio el destornillador que se quebró al hacer un poco de palanca —no hay manera de que sea mala idea usarlo para tensar la correa, algo tan robusto tiene que servir como solución permanente—. Metemos la correa ahora y ya con tres puntos de apoyo queda fijada. Encendemos y… sigue sin funcionar, un rotor está bloqueado. “Tal vez tenga algo en casa que me ayude a…”. Bajamos otra vez. Mi poco exhaustivo registro tiene pinta de que nos ha ahorrado un nuevo puzle inverso, pero no una nueva caminata. A ver qué puedo encontrar en casa que sirva de lubricante… Una botella de aceite en el estante de la cocina, ¡pero para uso culinario! ¡Fuck the police! Esto sí que es pensar fuera de la caja. Le echamos un chorretón y por fin… pues tampoco, el destornillador no se mantiene en su sitio —imposible, ¡¿cómo ha podido salir mal?!—. El del pelo cano nos dice que alguien debería presionar la puerta del motor contra el destornillador para que no se salga. ¿Alguien?, ¿dónde podremos encontrar a una persona si vivimos solos en medio de la nada? ¡Claro, la chica del helicóptero!

Para abajo otra vez. La muchacha no sigue allí plantada, inmóvil, donde la abandonamos sin que nos rechistara. Este es un juego vivo. Ahora está parada en el pequeño muelle, en cuclillas —¿qué postura hay más cómoda para esperar?—, contemplando la danza de algún tampón al son de la marea en el basurero acuático. Se añade la opción de conversación “Me vendría bien tu ayuda”. Subimos, la chica aguanta la puerta y ahora sí por fin funciona el nebulizador. Pero al ponerse en marcha desprende un humo tan tóxico que mata en el acto a un pajarillo que reposaba en una rama. Fay lo abraza en su regazo mientras llora —desconfiados, y vosotros que pensabais que esto no nos iba a llevar a ninguna parte—.

Descubrimos que el aparato tiene la función de mantener la madera del viejo a salvo de las termitas. El hombre le quita importancia al accidente. La muchacha le llama gilipollas —bueno, gilipollas no, eso iría en contra del tono de la historia, no como el resto de majaderías— y se marcha. Bajamos otra vez y la encontramos frente a una tumba, con lápida y todo, que le acaba de fabricar al desventurado animalillo. Mantenemos un diálogo con ella y empieza a vomitar sangre —supongo que la costumbre de recoger cadáveres de animales no tiene nada que ver—. Nos pide agua. Otra vez a la cabaña.

Al llegar escuchamos cómo suena el teléfono, ¡qué carrusel de emociones! Es la doctora August. Ya sabíamos que suele visitarlo porque nos lo dijo al examinar la silla que ocupa cuando lo hace. Se lía a hablar de trivialidades con la doctora mientras Fay se ahoga con su propia sangre. Nos cuelan esta conversación para dejarnos claro que el doctor Svensson es una persona muy concienciada porque siempre intenta salvar el mundo—de las moribundas ya pasa un poco más—, en contra de lo que pudiera parecer por el incidente aviar. Le da el vaso de agua a la chica y esta le explica que es una viajera en el tiempo, que su mundo está a punto de perecer y que él es el único que puede remediarlo —lo que ya nos habían contado en el vídeo del principio—. Nos enseña una fotografía de su equipo para que le preguntemos por los miembros uno a uno —qué manera más divertida y efectiva de presentar personajes, ¿eh?—. Nos confiesa que habían regresado al 2050 para arreglarlo, pero entonces ya no había solución. Y aquí acaba el prólogo —y mi partida—.

Discúlpeseme el tono sarcástico, pero era necesario imprimirle un poco de dinamismo al relato. La introducción lo tiene todo: es aburrida, incoherente, disparatada, redundante, comienza con un tutorial grosero… Veamos. ¿La primera escena de vídeo qué aporta? Esa información sobre el futuro la íbamos a recibir más tarde cuando apareciese la cronoviajera. La sobreexplicación no hace más que restar potencia narrativa. Sin el vídeo introductorio no sabríamos quién es la chica del helicóptero, tendríamos un primer misterio que desentrañar. En lugar de ello deciden que la parte jugable de la introducción sea intrascendente. Además, cualquier elemento no jugable superfluo daña el ritmo de la aventura. Si pones un vídeo, que sea para contar algo que no sabes transmitir mediante el juego.

Espacio de juego.

No hay mayor problema en la disposición del espacio: son solo cuatro pantallas, no entorpecerían un comienzo bien ideado. Este se hace pesado porque nos tienen toda la introducción yendo arriba y abajo para realizar tareas anodinas. La inclusión de puzles simples y poco originales en una introducción no tiene por qué suponer un gran lastre —incluso se podría aceptar el uso de aceite alimenticio como lubricante si tuviese una razón de ser—: el objetivo es familiarizar al jugador con las mecánicas del juego e introducirlo en la historia. Pero debes hacer algo dinámico y significativo en lugar de marear la perdiz. Los puzles no pueden ser una excusa interactiva. La aventura utiliza herramientas particulares para contar historias, sin embargo, el planteamiento inicial de una escena no difiere del de otras artes. Tienes que pensar qué quieres contar, qué sentimientos quieres generar, y cómo puedes hacerlo a través de su lenguaje: el juego.
Los diseñadores no entienden el medio que están utilizando para contar la historia ni demuestran sentido del ritmo. La secuencia de acciones carece de toda intención expresiva. El rompecabezas del nebulizador, el empecinamiento de Bent con el aparato —que no llegamos a comprender en ningún momento—, se ha incluido para forzar la escena de vídeo en la que Fay muestra su amor por la naturaleza de una forma que roza la parodia. A su vez, nos lleva a otra escena de vídeo —también desafortunada— en la que la doctora desmiente —hablando a los jugadores a través del teléfono— que Bent sea tan desaprensivo como parecía —al contrario, siempre está intentando salvar el mundo—. La búsqueda de la llave y su ubicación dan una pista de la imagen que tienen los diseñadores de su público. La sublimación de la incomprensión del medio llega con esa presentación de personajes a través de una fotografía. El jugador no va a ser capaz de retener esa información. No solo es una manera basta de hacerlo, también inútil.

Aunque hay quien habla bien de The New Beginning, tengo demasiadas aventuras pendientes como para seguir tras este desastre de introducción. Me ha quedado claro que no voy a encontrar en ella lo que busco en el género. Estoy convencido de que seguirán utilizando el puzle como pretexto, que habrá más aparatos que arreglar y más rompecabezas resolubles con independencia del contexto.

The Dream Machine



The Dream Machine no se pierde en secuencias de vídeo innecesarias, todo el preámbulo que dispone es una cita del Aitareia-upanishad —uno de los libros sagrados del hinduismo—: “Somos como la araña. Tejemos nuestra vida y luego nos movemos por ella. Somos como el soñador que sueña y luego vive en el sueño”. Tomamos directamente el control del personaje en una pequeña isla en medio del océano. No sabemos ni cómo hemos llegado allí —tal vez fuese en un bote hecho pedazos que hay cerca de la orilla— ni cuál es nuestro objetivo —¿escapar?, ¿sobrevivir?—. Incluso desconocemos quién es nuestro avatar. Como en A New Beginning, haremos lo único que se nos permite, aunque no se nos haya transmitido la motivación.
Debido a esta ausencia de objetivos, el esquema de acciones tiene un planteamiento diferente. En el único escenario de esta introducción hay diseminados diferentes objetos con los que deberemos interactuar. Nos comunicaremos con el juego mediante una interfaz simplificada que utiliza un único botón —la aventura está programada en Flash—, para ello se vale tanto del point and click como del drag and drop —es la misma que describimos en el último ejemplo del artículo Simplificación de la interfaz estándar—. Podemos seguir el orden que queramos.

Empezaremos por el objeto que nos apetezca. Tenemos una caña de pescar y una rama clavada en la arena en forma de soporte. Recogemos la caña y la combinamos con él. Si decidimos observar el resultado, el personaje nos dirá que los peces no parecen estar interesados en picar. En ningún momento nos confiesa que tenga hambre. Recogemos la madera. Hay un lugar en el que ya se ha hecho fuego con anterioridad. Depositamos allí los troncos. El personaje, que sepamos, no tiene frío. Si interactuamos con la única piedra que tiene hotspot, la moveremos un poco. Debajo hay un encendedor. ¿Qué podemos hacer con un mechero allí? Prendemos la hoguera. Cojamos ahora la pala. Sirve para cavar, así que cavamos. Al primer intento, o tal vez al segundo, encontraremos una lombriz. Como no parece que tengamos tanta hambre como para comérnosla nosotros, igual a los peces les parece mejor bocado que el metal del anzuelo. En efecto, hemos capturado uno. En un arranque de bondad, decidimos devolverlo al mar. Entonces el personaje objeta: nos dice que tiene la suficiente hambre como para no dejarlo ir. Esto no quiere decir que nuestro objetivo fuese alimentarnos, porque, de hecho, el personaje no dirá nada al respecto a menos que intentemos tirarlo al mar. Es una manera de que conservemos el pez y sigamos aplicando una lógica primaria a las interacciones con los elementos de la isla. Si no lo podemos devolver al agua, habrá que cocinarlo. Antes de someterlo a las llamas debemos darle muerte. Usamos pez con roca y este deja de aletear. Lo cocinamos y, cuando está bien doradito, nos lo zampamos. El pez tenía algo en su interior: ¡es un papel con algo escrito! Al desplegarlo, comprobamos que se trata de una suerte de mapa del tesoro. No nos costará identificar las palmeras, las rocas y la forma de la isla en la que estamos. Cavamos con la esperanza de no encontrarnos con una camiseta conmemorativa —el lugar marcado con la equis no estaba disponible antes para que no pudiésemos estropear el puzle cavando al azar—. Un despertador queda al descubierto. Lo observamos de cerca. El segundero está a punto de completar un ciclo…

Nos han introducido de manera brillante en un mundo onírico que se acabará convirtiendo en una constante del título. Como en muchos sueños, la acción no está contextualizada. No sabemos cómo hemos llegado allí ni qué se supone que debemos hacer. Ni siquiera da pie a que nos lo preguntemos. Seguimos la lógica de las acciones que permiten los objetos de los que disponemos, sin buscar usos alternativos —pala para cavar, caña para pescar…—. Tenemos la sensación de que una inteligencia superior —que en realidad es nuestro propio cerebro— está jugando con nosotros. Cuando encontramos el mapa, se disipa cualquier duda al respecto. El despertador da al fin sentido a todo. Se mezcla lo familiar con lo ignoto, como sucede en los sueños.

Esta estructura no la podrían replicar en escenas oníricas futuras porque ya no sería efectiva. Además, el momento apropiado para introducir la secuencia era el comienzo, cuando tiene un mayor impacto. Se ha hecho de tal manera que sirve para que el jugador se habitúe al control, para transmitirle sensaciones propias de la ensoñación, y todo ello se hace de manera ágil. Este puzle con un espacio de juego más amplio y una secuencia de acciones más extensa habría perdido toda su fuerza, porque el simple uso de la lógica no es capaz de darle la suficiente profundidad al juego. Operamos en un universo muy simple fijado de forma instantánea y sin contexto. No se presta a florituras. En este caso, menos es más.

Por desgracia, el rompecabezas de arranque no es la medida de The Dream Machine. Tal vez haya sido un acierto fruto del azar o quizás el único en el que ha funcionado bien el proceso creativo. Tras este inicio, bordea la línea que separa la aventura del juego de puzles. Los primeros capítulos de esta aventura episódica están plagados de rompecabezas mecánicos: puzles nada integrados que no dependen del contexto, como circuitos eléctricos, cartas hechas añicos que debemos recomponer… Cockroach Inc. era una compañía de animación que decidió pasarse al desarrollo de videojuegos y, como tantas otras, optó por la aventura sin intentar comprender antes su narrativa. No obstante, este inicio sobresaliente me hace albergar esperanzas de que consigan encauzarla con el avance de los capítulos. Es muy posible que les dé otra oportunidad en el futuro, cuando la serie esté completa.

Una vez más comprobamos que el diseño de puzles depende por completo de qué se quiera contar. Resulta fundamental que el inicio de una aventura capte el tono de la obra y consiga enganchar al jugador. Aunque no tengamos clara la motivación en ninguno de los dos comienzos —en uno de ellos se hace de manera consciente—, el de The Dream Machine, que ni siquiera nos fija el objetivo inmediato, es consecuente con lo que está contando y tiene ritmo; el de A New Beginning es lento y no hay por donde cogerlo. Debe quedar claro que el rompecabezas de TDM, que hemos alabado en este artículo, no es exportable a situaciones o momentos diferentes.

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Miguel R. Fervenza
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