Solución de Manel Fernández



Se me ocurren dos soluciones:

La primera es usar las llaves con la caja. Como seguramente no funcione, usaremos rápidamente el clip en la cerradura de la caja para abrirla, descubriendo que dentro hay una foto en color de la época hippy de la madre de Angela, pero de nula utilidad en esta situación.

En una maniobra astuta, usaremos el bolígrafo negro sobre la hoja de papel reciclado escribiendo “Yo soy Angela Morales” y, con un movimiento aún más ágil, posaremos la hoja sobre el hombre radiador, porque las madres son muy sabias. Lo que ocurre es que el hombre radiador no sabe hablar, pero inútil no es, así que con un bramido vaporoso hará saltar por los aires la hoja. Aprovechando tal arrebato, usaremos el contador Geiger que previamente habremos trucado y lo acercaremos al hombre radiador, alertando al albino juez de que aquel ente va a explotar llevándolos a todos por los aires. Aprovechando el momento de confusión, Angela saltaría por la ventana implorando que la altura, si es que tal concepto existiese en aquel lugar, fuera lo más reducida posible.

Si este plan no funciona, entonces no quedaría otra que asumir la culpa de la destrucción del Universo. En una maniobra suicida como esta, la solución pasa por tirar de retórica. Le diría al juez que realmente el Universo se lo merecía y, acto seguido, le leería un fragmento de la novela de Corín Tellado. Si con eso no se convence de que un universo donde hay gente capaz de producir semejante literatura merece la extinción, entonces no hay solución posible. ¡Oh sí! En un flash de lucidez, Angela recuerda la foto hippy de su madre y, con una sonrisa de suficiencia, la muestra al juez. Tal explosión de colorido será insoportable para los ojos sensibles de aquella gente. Y lo mejor es que Angela lo sabe.

Solución de Cholesky



Ante su llamada al estrado, Angela rápidamente escribe con el boli su nombre en el papel y se lo deja al lado al radiador. Cuando es interpelada por el gorila ésta niega todo y señala al radiador como culpable; sin embargo, el juicio a éste no puede comenzar pues no disponen de un traductor en la sala —la ley anfibia metaespacial es muy rígida respecto a esta cuestión—. Por ello, mientras los lobos van a buscarle, el juez decide hacer un descanso e irse al bar de la esquina —a una manzana del tribunal, cruzando la mullida y vaporosa nada—.

Encerrados en la habitación quedan Angela y el hasta-el-momento-imperturbable-con-aire-a-John-Wayne radiador. El tiempo pasa, siendo el aburrimiento un dolor mayor al de haber destruido el universo, por lo que Angela decide contarle un chiste al radiador; éste al reírse expulsa durante un instante un gas ligero pero extrañamente pesado, débil exhalación pero lo suficientemente larga como para que pueda utilizar el contador Geiger… interesante… el contador mejorado marca ACME afirma la presencia de radiación ultravioleta. Decidida a seguir con el experimento, le lee el fragmento favorito de la novela de Corín Tellado —que rompió hasta las más duras barreras varoniles de su exnovio el boxeador callejero—; tras esta breve, pero voltaica, lectura, el radiador expulsa gas con la fuerza necesaria para que una densísima nube tóxica sobrevuele la habitación —a Angela no parece importarle esto, total tras la que ha liado aún sigue viva…— y se quede debajo de la ventana, en la cual la fina luz que llega la mancha con un color azul —supone que la onda ultravioleta debe estar en torno a una longitud de onda de 400 nm—. El experimento parece funcionar… así que decide calentar un poquito al radiador bajándose una de las medias; como si de un lobo recién salido de la mente de Tex Avery fuera, los silbidos del radiador producen un gas con una longitud de onda mucho mayor —cercana a los 750 nm— que, al colisionar con la anterior, crean una densa nube violeta —a pesar de alterar todas las leyes de la física, Angela, como buena posmoderna que es, da por veraz lo que observa—. Su plan improvisado parece que está funcionando; echa un vistazo a la habitación y cae en la cuenta de los restos del oso panda. Coge un largo hueso que supone que fue su fémur y un fragmento de su piel —puagggg—, las une con el clip e introduce su brocha en la nube.

El tiempo pasa —si es que se puede utilizar tal concepto en un lugar como éste— mientras pinta cuadros, estatuas, paredes, etc. Sin embargo, cuando se encuentra a mitad de la tarea escucha la voz del juez hablando con el gorila —lo sospecha por sus gruñidos, supone que, afirmativos— acerca de que ha costado encontrar al traductor pero que los lobos ya lo están trayendo, espera, de una pieza. Cuando entran, y al ver semejante habitación, el juez se tira en posición fetal sollozando y ordenándole al gorila que capture a semejante desaprensiva —la cual le recuerda a otra chica que tuvo que condenar hace un tiempo, socorrista creía, que tan sólo repetía “la he liao parda”—, dando gracias al todopoderoso anfibio de que la habitación no esté lo suficientemente bien iluminada y el color no esté en movimiento —su criptonita—. Angela, entre el miedo, la indiferencia, y el hastío —posmoderna, sí—, piensa a velocidad de una física un plan para evitar el “abrazo” del gorila. Así, abre la pequeña caja con la llavecita de su llavero y saca su hilo-a-prueba-de-holocaustos-nucleares que utiliza para tejer en sus ratos libres del curro en los que no colisiona ningún quark. Ata un extremo de este hilo al rodillo que aún conserva, lanzándolo a través de la pequeña ventana —ella no cabe, demasiado chocolate mientras leía a Corín— y por otro hace un lazo con el que atrapa la cabeza del gorila —una vez más, su exnovio el boxeador callejero le ha sido de utilidad en el ¿futuro?—. Nada más realizada esta acción sale corriendo de la habitación, el gorila al intentar perseguirla mediante envestidas sin fin provoca que su gran cabeza se ponga de un morado brillante. Mientras Angela sale de la habitación escucha como el juez, al no oír más que gruñidos asfixiados, pregunta a su subalterno si está todo resuelto… lo siguiente un grito y el mismo sonido contra las paredes que en el lanzamiento de ranas de las fiestas de su pueblo. Un problema ¿menos?

Solución de Manz



«Hablar con Juez Anfibio Albino»

—Morales, Angela —repitió el anfibio albino con tono impaciente.
—¿Es consciente de lo que ha hecho? —le preguntó el juez, como si de un ciclo repetitivo se tratase.
—En realidad, yo… —musitó.
—¿Tiene usted idea de lo que se tarda en volver a reconstruir un universo? Eso sin contar si tenemos intenciones de rescatar los últimos logros de la humanidad para no volver a empezar de cero, que bastante han tardado en descubrir la teleportación…
—Señor, los humanos aún no han descubierto la teleportación —susurró Frankie, uno de los seres pandimensionales, al juez del prominente cabello.
—Con uve, Frankie. “Cavello”, recuerda que mi pelo es un pájaro, y como ave hay que respetarla —le respondió el juez señalándole con el dedo…
—Pero si yo no he dicho nada, esa parte era del narrador… —se quejó Frankie.
—¡Silencio! Señorita Morales, ¿cómo se declara? —preguntó solemnemente, con los ojos cerrados.

El hombre-radiador soltó un chorro de vapor.

—Inocente —dijo Angela con voz alta y clara.
—Qué curioso —respondió el juez—, nunca nadie había tenido la osadía de abrir un agujero rosa y tener la valentía de declararse inocente.

Angela miraba al juez con los ojos bien abiertos y sin saber cómo escapar de esa situación.

—¿Ve esos carboncillos en la pared? —añadió el juez— Se trata de López A. Tún y la señorita Sor Dina, ambos, monjes del Planeta Ferro en la galaxia P-42, ubicada en el mismo universo que el suyo. La última vez que pasaron por aquí, se le imputaron cargos por abrir un agujero rojo, mientras sostenían un arma de protones y, simultáneamente, escuchaban música clásica, tres cosas totalmente prohibidas en esa galaxia.

Angela no era capaz de procesar toda la información que estaba recibiendo. Estaba demasiado nerviosa, observando los rostros, ahora impasibles, de los dos lobos que habían devorado al pobre, pequeño y adorable oso panda. Y eso que era bastante buena adquiriendo conocimientos, como en las clases de física cuántica cuando estaba cursando la carrera. Era capaz de atender a una clase del Señor Anderson, terminar los ejercicios de computabilidad finita y contarle un chiste físico-teórico a su compañero, adyacentemente sentado a su izquierda (pero no si lo estaba a su derecha, ya que sufría Dextrofobia).

—A pesar de haber abierto un agujero rojo y cometido tales infracciones, no tuvieron la osadía de declararse inocentes —argumentó.

«Abrir caja pequeña»
Nerviosamente, Angela abre una pequeña caja que tenía en su poder, sin sacar las manos de los bolsillos de su bata, donde encuentra un pequeño silbato.

«Mirar carboncillos»

—¿Y cómo es que tienen colgados dos cuadros de alguien que hizo algo malo? —se atrevió por fin a preguntar Angela, armándose de valor.
—Esa es una buena pregunta. Como bien debería saber, la única forma de librarse de un cargo de índole tan grave como el suyo, es realizando tareas sociales 24 horas al día durante 380 años.
—Señor, la esperanza de vida de un humano medio que no ve la televisión es de, aproximadamente, 80 o 90 años — comentó Frankie.
—Minucias… —dijo el juez anfibio, restándole importancia al asunto— Así que, le volvemos a dar una nueva oportunidad… ¿Cómo se declara la acusada?

El hombre-radiador soltó un chorro de vapor.

«Dar novela de Corín Tellado a juez anfibio»

—¡Oh! Una novela de Corín Tellado… Muchas gracias, me servirá perfectamente para calzar la mesa, que estaba coja —dijo el juez, mientras se agachaba para colocarla.
Mientras lo hacía, el peluquín-pájaro se le resbala y cae al suelo.

«Usar silbato con hombre-radiador»
En un rápido movimiento de Angela, ésta lanza el pequeño silbato hacia atrás con fuerza, resultando que el hombre-radiador lo engulle casi sin poder ni reaccionar.

—Se me acaba la paciencia, ¿cómo se declara la acusada? —vuelve a espetar el juez.

El hombre-radiador soltó un chorro de vapor que, atragantado aún con el silbato, suena entre varios silbidos, como si de una olla a presión se tratase.

—Ha sido el hombre-radiador. Él fue el responsable del quark Iz=-½ que hizo que se produjera el agujero rosa —soltó Angela de repente.

El juez anfibio muestra un gesto dubitativo y mira a Benji, el segundo roedor pandimensional, buscando aprobación.

—Efectivamente. El acusado se ha declarado culpable en el idioma nativo de Nenx-48 —respondió Benji.
—Pues caso cerrado. Mi pelo no es un pájaro, así que su argumento es válido. Se declara culpable al hombre-radiador —dijo mientras hace un gesto con la mano y los feroces lobos dan cuenta del pobre y atragantado ser.
—Señorita Angela, queda libre de cargos y puede marcharse. Puede optar por esperar en la salita contigua a que se vuelva a generar su universo, o saltar a un universo paralelo aleatorio. ¿Qué prefiere? —le pregunta el juez.
—Creo que saltaré al primer universo paralelo —dijo convencida.
—De acuerdo, pues dese prisa, puede saltar a uno dentro de 30 segundos. Despeje la sala para el siguiente caso.

Los roedores pandimensionales conducen a Angela al portal de acceso al universo paralelo y se despiden de ella. Justo al saltar y entrar en el portal, se escucha al juez anfibio desde la otra sala:

—UN MOMENTO… ¿Eso eran unos pantalones gris marengo?

Solución de Bow



Angela coge rápidamente al hombre de hojalata y lo señala como culpable, lamentablemente Angela al hablar el idioma intergaláctico con poca fluidez no es entendida, por lo que levanta al hombre de hojalata y lo señala con el dedo, este, al verse levantado suelta un fuerte pitido, provocando una gran confusión en la sala, por lo que uno de los lobos se encuentra tan confuso que se hiere a sí mismo.

Tras la confusión el juez decide llevar a ambos sospechosos a la habitación 101 para interrogarles, con tan buena fortuna que escogen primero al hombre hojalata.

Mientras le interrogan, Angela coge las llaves y abre la caja, que no es nada más y nada menos que su caja de herramientas, la cual lleva encima siempre como buena física, usando el contador Geiger descubre una fuente de radiación, por lo que desmonta el boli y saca sus componentes, con ellos, el clip y aprovechando la radiación construye una pequeña pistola de rayos gamma.

Justo en ese momento regresa el juez y obliga a Angela a acompañarle a una gran sala con una mesa alta para él, una caseta para los lobos y 3 traductores, uno para traducir del terrícola al venusiano, otro del venusiano al esperanto y otro del esperanto al intergaláctico, ya que como conocemos todos los venusianos y los terrícolas no son muy sociables con formas de vida ajenas al Sistema Solar.

Tras un largo interrogatorio en el que Angela niega todo, el juez decide torturarla, pero Angela al encontrar una aguja de tejer y pequeños trozos de hilo, teje una gran cuerda en menos que colisiona un quark y con esta nueva herramienta se ata todos los dedos de los pies, el juez al ver el color morado entra en cólera y abandona la sala.

Inmediatamente a Angela le viene a la mente un astuto plan, coge el libro de Tellado y lee un pasaje, haciendo que un traductor se duerma, posteriormente cuenta un chiste sobre físicos teóricos como solo ella sabe causando un infarto a otro de los traductores tras un ataque de risa, en ese momento los lobos saltan sobre ella, pero ella veloz cual electrón saca su pistola y los fulmina en un segundo, no obstante este lapso es suficiente para que el tercer traductor pulse el botón de alarma antes de caer fulminado por un tercer disparo de nuestra heroína.

En ese momento la sala se llena de agua, por lo que Angela solo cuenta con 2 minutos para adivinar la clave que desactive el flujo de agua, por fortuna recuerda que 1234 no es una buena contraseña, y como es habitual, el técnico encargado de la seguridad es demasiado vago como para discurrir otra mejor, inmediatamente aparece otra clave de seguridad, esta vez se trata de un complicado captcha en el que hay que resolver operaciones cuánticas, no obstante, Angela consigue forzar la cerradura con la hoja de papel reciclado y ahorrarse el tedioso trabajo de hacer cálculos, como hace a diario en la oficina.

Así Angela consigue salir del recinto y vivir libremente por el espacio-tiempo.

Miguel R. Fervenza
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